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EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS

mino; y las manchas circulares, síntomas de la fiebre ética, que hasta entonces se habían circunscrito al cen­tro de cada mejilla, se apagaron de repente. Uso esta palabra, porque la violencia de su desaparición me recordó la luz de una vela, extinguida por un soplo. El labio superior, al mismo tiempo, se torció fuera de los dientes, á los que cubría antes por completo; la mandíbula inferior cayó con un perceptible golpe, dejando la boca anchamente extendida descubriendo la lengua blanca é hinchada. Creo que todos estábamos acostumbrados á los horrores de los lechos de muerte; pero fué tan repugnante el aspecto de Mr. Valdemar en aquel momento, que hubo un movimiento de reti­rada general.

Comprendo que he alcanzado al punto de esta narra­ción en que cada lector se verá solicitado por una posi­tiva incredulidad. Mi tarea, sin embargo, consiste en proseguirla.

No quedó en Mr. Valdemar, el más débil signo de vitalidad; y creyéndole muerto, estábamos encargado su cuerpo á los enfermeros, cuando se observó en su lengua, un fuerte movimiento vibratorio. Fué visible durante un minuto casi. Al expirar este periodo, brotó de las mandíbulas dilatadas é inmóviles, una voz — que seria locura en mí, pretender describirla. Existen, á la verdad, dos ó tres epítetos que podrían considerarse como aplicables á ella, en parte; puedo decir, por ejemplo, que el sonido era bronco, y cortado, y hueco, pero su horroroso conjunto es indescriptible, por la simple razón de que jamás ha resonado un so­nido semejante en los oídos de la humanidad.

Había dos particularidades, sin embargo, que pensé