bajo los pliegues de mi rocio y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse en él con fuerza, y continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una fila de arcadas muy bajas, siempre descendiendo, y después de dar algunos pasos, llegamos á una cripta profunda donde la impureza del aire enrojecía la luz de nuestras antorchas.
En el fondo de esta cripta se descubría otra menos espaciosa. Sus muros estaban revestidos de cuerpos humanos, apilados en las cuevas encima de nosotros, á semejanza de las grandes catacumbas de París. Tres lados de esta segunda cripta estaban decorados de la misma manera. Del cuarto lado habían sido arrancados los huesos que yacían confusamente en el suelo formando un montón de cierta altura. En la pared que había quedado al descubierto percibíamos aún otro nicho, que tenía cuatro pies de profundidad, tres de largo y seis ó siete de alto. No parecía haber sido construido para un uso especial, sino quo formaba simplemente el intervalo entre dos pilares enormes que sostenían la bóveda de las catacumbas y se apoyaba contra uno de los muros de granito que servían de límite al conjunto.
Inútilmente intentó Fortunato escudriñar la profundidad del nicho levantando la antorcha indecisa. La luz debilitada no permitía ver el fondo.
— ¡Adelante! — dije, — ahí está el amontillado. En cuanto á Lucchesi...
— ¡Es un ignorante! — interrumpió mi amigo tomando la delantera y marchando tambaleándose, mientras yo seguía sus huellas. En un momento llegó al fondo del nicho, y hallando su marcha interrum-