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BERENICE

linea de sus contornos. Mis ardientes miradas cayeron por fin sobre su rostro.

La frente era alta, y muy pálida y singularmente plá­cida; y el cabello, en otro tiempo de azabache, que caía parcialmente sobre ella, sombreando las escavadas sienes con innumerables rizos, era entonces de un rubio vivaz, que reñía discordantemente, en su fantás­tico carácter, con la melancolia dominante del aspecto. Los ojos no tenían vida ni brillo, y hasta parecían sin pupila. Desvié involuntariamente la vista de sus mira­das vidriosas para pasar á la contemplación de sus delgados y encogidos labios. Los abrió, y en medio de una sonrisa de peculiar expresión, los dientes de la cambiada Berenice se presentaron lentamente á mis ojos. ¡Pluguiera á Dios que no los hubiera visto, ó que habiéndolos visto, hubiera muerto!

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El ruido de una puerta que se cerraba interrumpió mi meditación, y levantando los ojos, vi que mi prima había abandonado el cuarto. Pero no había partido del desordenado cuarto de mi cerebro, y no quería salir de él la pálida imagen de los dientes. Ni una mancha en su superficie — ni una sombra en su esmalte — ni una· endentadura en sus aristas — que el breve período de su sonrisa no hubiera bastado para grabar en mi me­moria. Los veía entonces hasta más claramente que cuando los contemplé en realidad. ¡Los dientes! ¡los dientes! — estaban aquí y allí y por todas partes, y visible y palpablemente delante de mi; largos, delga­dos y excesivamente blancos, con los pálidos labios tor­ciéndose por arriba de ellos como en el momento de su primera y terrible exhibición. Entonces hizo presa en mí