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situacion del jóven hijo de Apollodoro. Hipócrates solicitó, en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un jóven de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud? ¿la virtud puede ser enseñada?; hé aquí la cuestion. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tésis contraria; y este debate contradictorio forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.

Protágoras, para darse importancia á los ojos de Sócrates y de la gente que rodea, se alaba de enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razon de que los negocios públicos son, entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las profesiones son admitidos diariamente á dar su dictámen, y esto sin haber recibido jamás ninguna enseñanza. Tambien lo extrañó por esta otra razon, y es que los más grandes políticos, Perícles, por ejemplo, jamás han podido trasmitir á sus hijos su propia habilidad.

Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando á Epimeteo y á su hermano Prometeo dar facultades diversas á todos los séres del universo, la imprevision de Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Vulcano, en fin, la intervencion suprema de Júpiter, dando liberalmente å cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habian repartido, la justicia y el pudor. Gracias á estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que