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desembarazo á tan numerosa concurrencia, creyese ahora que habias de turbarte delante de estos pocos oyentes.

—¡Ah! respondió Agaton, no creas, Sócrates, que me alucinan tanto los aplausos del teatro, que pueda ocultárseme que para un hombre sensato el juicio de unos pocos sabios es más temible que el de una multitud de ignorantes.

—Seria bien injusto, Agaton, si tan mala opinion tuviera formada de tí; estoy persuadido de que si tropezases con un pequeño número de personas, y te pareciesen sabios, los preferirias à la multitud. Pero quizá no somos nosotros de estos sabios, porque al cabo estábamos en el teatro y formábamos parte de la muchedumbre. Pero suponiendo que te encontrases con otros, que fuesen sabios, ¿no temerias hacer algo que pudiesen desaprobar? ¿Qué piensas de esto?

—Dices verdad, respondió Agaton.

—¿Y no tendrias el mismo temor respecto de la multitud, si creyeses hacer una cosa vergonzosa? Entónces Fedro tomó la palabra y dijo:

—Mi querido Agaton, si continúas respondiendo á Só crates, no se cuidará de lo demás, porque él, teniendo con quien conversar, ya está contento, sobre todo si su interlocutor es hermoso. Sin duda yo tengo complacencia en oir á Sócrates, pero debo vigilar para que el Amor reciba las alabanzas, que le hemos prometido, y que cada uno de nosotros pague este tributo. Cuando hayais cumplido con el dios, podreis reanudar vuestra conversacion.

—Tienes razon, Fedro, dijo Agaton, y no hay inconveniente en que yo hable, porque podré en otra ocasion entrar en conversacion con Sócrates. Voy, pues, á indicar el plan de mi discurso, y luego entraré en materia.

—«Me parece, que todos los que hasta ahora han hablado, han alabado, no tanto al Amor, como á la felicidad que este dios nos proporciona. ¿Y cuál es el autor de