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Gustavo A. Becquer.

— Plácida.

— ¿Y en qué te ocupas?

— Soy hija de un comerciante, que murió arruinado y perseguido por sus opiniones políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos á una aldea, donde lo pasamos bien mal con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma, y yo tengo que hacerlo todo.

— ¿Y cómo no te has casado?

— No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.

La muchacha se alejó después de despedirse.

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:

— Esa mujer me conviene.

Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió á la aldea. Pronto hizo conocimiento con la madre, y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó, enamorado de su mujer, que es una de las mayores felicidades de este mundo.

Casarse, y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país, fué obra de algunos días.

Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos: