con la coronilla en unos de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse á dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba á dejarse sentir. En el vagón reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del tren, y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que alternaba en esta tarea con la máquina.
El inglés se durmió también, pero se durmió grave y dignamente, sin mover pie ni mano, como si á pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó á cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados, como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y á las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra en una cabezada, ora roncando como un órgano ó balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigir la palabra á la