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Gustavo A. Becquer.

ba en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.

En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió á su alrededor una mirada, y prosiguió así:

— ¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco á poco á lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran á contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegué á tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terribles conjuros que sacan á los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen á la superficie de la tierra, obedientes á sus imprecaciones, hasta á los más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos perma-