ral, desapareció con su preciosa carga y comenzó á descender hasta llegar al fondo del subterráneo.
Cuando el caballero volvió en sí, tendió á su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: ¡Tengo sed! ¡Me muero! ¡Me abraso! Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas palabras angustiosas: ¡Tengo
sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y á su amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó á la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba á incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor de la