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Gustavo A. Becquer.

laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.

Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba á las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza, y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia, y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.

Tal vez será una ilusión; pero á mí me parece que por el camino que pasan los muertos, hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono, las figuras negras y aisladas.

Por aquí un carro que marchaba pausadamente cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi: más allá un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, ó un sacerdote con su hábito talar y oscuro, ó un grupo de ancianos mal vestidos ó de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja