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che. Y dí a mi querida Lydia que no encargue sus vestidos hasta que me haya visto, pues desconoce los mejores almacenes. ¡Oh hermano, qué bueno eres! Sé que tú lo arreglarás todo.

Pero el señor Gardiner, aun repitiendo las seguridades de sus esfuerzos en el asunto, no pudo evitar el recomendarle moderación así en sus esperanzas como en sus temores; y haciendo conversar con ella de ese modo hasta que la comida estuvo en la mesa, dejóla entonces desahogando sus sentimientos con el ama de llaves que la asistía en ausencia de las hijas.

Aunque su hermano y su hermana estaban convencidos de no existir motivo para excluirla de la mesa, no se atrevieron a oponerse a la exclusión por saber que carecía de la suficiente prudencia para refrenar su lengua ante los criados que servían, juzgando mejor que una sola de las domésticas, aquella en quien más podían confiar, conociese todos sus temores y solicitud en el asunto.

En el comedor uniéronseles pronto María y Catalina, que habían permanecido sobrado ocupadas en sus habitaciones para presentarse con anterioridad. La una venía de sus libros; la otra, de su tocador. Mas los rostros de ambas estaban serenos, sin advertirse cambio en ninguna, excepto que la pérdida de la hermana favorita o el coraje con que había tomado el asunto había tornado más colérico que de costumbre el acento de la segunda. En cuanto a la primera, fué lo bastante dueña de sí misma para cuchichear con Isabel, con visos de