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llevó a aquéllos durante la primera etapa de su viaje y regresó con su dueño a Longbourn.

Volvía la señora de Gardiner toda perpleja acerca de Isabel y de su amigo del condado de Derby, que en éste la había acompañado. El nombre de Darcy no había sido voluntariamente pronunciado ante ellos por su sobrina, y la especie de semiesperanzas que se habían forjado de que tras ellos viniese alguna carta suya se había desvanecido. Isabel no había recibido desde su llegada ninguna que pudiera venir de Pemberley.

El actual desgraciado estado de toda la familia hacía innecesaria toda otra excusa para explicar el abatimiento de ánimo de Isabel; nada, por ende, podía conjeturarse sobre aquello, por más que la propia Isabel, que por entonces conocía bastante bien sus propios sentimientos, supiese perfectamente que si no hubiera sabido nada de Darcy habría tolerado mejor los temores por la deshonra de Lydia. Pensaba que eso le habría ahorrado una o dos noches de no dormir.

Cuando el señor Bennet llegó tenía toda su habitual compostura de filósofo. Habló poco, cual siempre había solido hacer; no mentó el motivo que le hiciera regresar, y transcurrió algún tiempo antes de que sus hijas se revistieran de valor para hablar de aquello.

Sólo por la tarde, al unirse a ellos a la hora del te, fué cuando Isabel se aventuró a presentarle el tema; y entonces, al expresar ella con brevedad su pena por lo que había tenido que sufrir, contestó él: