—No digas eso. ¿Quién merece sufrir sino yo? Ha sido mi propia obra y tengo que dolerme de ella.
—No debes ser tan severo contigo mismo—replicó Isabel.
—Bien puedes hacerme advertencias sobre males tan grandes. ¡La naturaleza humana es tan propensa a caer en ellos! No, Isabelita; déjame una vez en la vida experimentar lo censurable que he sido. No temo quedar dominado por la impresión; esto pasará bastante pronto.
—¿Supones que están en Londres?
—Sí; ¿dónde si no podrían seguir tan ocultos?
—Y Lydia deseaba ir a Londres—añadió Catalina.
—Entonces es feliz—dijo su padre con retintín—, y su estancia allí durará probablemente bastante.
Después de un corto silencio prosiguió:
—Isabelita, no me tengas mala voluntad por haber quedado justificada tu advertencia del pasado mayo, lo cual, visto lo ocurrido, revela cierta alteza de entendimiento.
Fueron interrumpidos por Juana, que venía a buscar el te para su madre.
—¡He ahí una cosa que sienta bien—exclamó él—, que presta cierta elegancia a la desdicha! Otro día haré yo lo propio: me quedaré en mi biblioteca con mi gorro de dormir y mi bata y os proporcionaré todo el quehacer que me sea posible, o acaso lo difiera hasta que Catalina se escape.