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por la casa y con relativa prontitud por la vecindad. Cierto que habría sido más ventajoso para dar que hablar que la señorita Lydia Bennet hubiera venido a la ciudad, o mejor aún, hubiera sido recluída en alguna granja distante; mas había mucho que charlar sobre su matrimonio; y los buenos deseos de que le fuese bien, antes expresados por todas las malévolas señoras viejas de Meryton, no perdieron sino muy poco de viveza por ese cambio de circunstancias, porque con semejante marido la desgracia se daba por segura.

Hacía quince días que la señora de Bennet no bajaba de sus habitaciones; pero en día tan feliz volvió a ocupar su sitio a la cabecera de la mesa con ánimo muy levantado. No enturbiaba su triunfo ningún sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija, que fuera el principal objeto de sus anhelos desde que Juana tuvo diez y seis años, iba ahora a celebrarse, y sus pensamientos y sus palabras dirigíanse sólo a cosas relativas a bodas elegantes, muselinas finas y nuevos colores y servidores. Hallábase ocupadísima buscando en la vecindad morada conveniente para su hija, y sin saber ni considerar cuáles podrían ser los ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de ostentación.

—El parque de Haye—decía—podría servir si los Gouldings lo dejasen, o la casa de Stoke si el salón fuera mayor; ¡pero Ashworth está demasiado lejos! No resistiría yo el tenerla a diez millas; y en cuanto a la Quinta de Purvos, los áticos son terribles.