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Llegaron. La familia estaba reunida en el cuarto de almorzar para recibirlos. La sonrisa adornaba el rostro de la señora de Bennet cuando el coche se detuvo a la puerta; su marido parecía impenetrablemente serio; sus hijas, alarmadas, ansiosas, inquietas.

Oyóse la voz de Lydia en el vestíbulo; se abrió la puerta y corrió aquélla al cuarto. Su madre se detuvo ante ella, la abrazó y le dió con entusiasmo la bienvenida; ofreció con afectuosa sonrisa su mano a Wickham, que seguía a su mujer, deseando felicidad a ambos con alegría que no dejaba duda sobre su dicha.

El recibimiento no fué tan por completo cordial por parte del señor Bennet, hacia quien luego se volvieron. El aspecto del mismo más bien ganó entonces en austeridad y apenas abrió los labios. El tranquilo descaro de la joven pareja era en verdad suficiente cosa para provocarle. Isabel quedó disgustada, y aun Juana asustada de lo que veía. Lydia era Lydia: indómita, descocada, salvaje y sin temor alguno. Fué de hermana en hermana pidiendo que la felicitaran, y cuando al cabo todas se sentaron, miró con avidez por toda la estancia, tomó nota de cierta pequeña alteración en la misma y dijo, con una carcajada, que hacía mucho tiempo desde que no estaba allí.

Wickham tampoco se encontraba más triste que ella; pero sus modales eran siempre tan agradables, que si su carácter y su casamiento hubieran sido exactamente como debieran, sus sonrisas y sus