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desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento de su parentesco por sus cuñadas habrían agradado a todas éstas. Isabel no le había supuesto apto para manifestar descaro tal; mas se sentó, resolviendo para sus adentros no fijar en adelante límites para la desvergüenza de un desvergonzado. Se sonrojó ella, y Juana también se sonrojó; pero las mejillas de aquellos que causaban ese sonrojo no experimentaron cambio ninguno.

No faltó conversación. Ni la novia ni su marido podían hablar más aprisa, y Wickham, que resultó sentado al lado de Isabel, comenzó a preguntar por sus conocidos de la vecindad con tal facilidad y buen humor que se encontró ella muy desigual a él en la contestación. Ambos, Lydia y Wickham, parecían tener la más dichosa memoria del mundo. Nada de lo pasado recordaban con pena, y la primera entró de propósito en temas a que sus hermanas no habrían aludido por nada.

—Creo que sólo han transcurrido tres meses—exclamó ella—desde que me fuí y aun me parece que no han sido sino quince días; y, no obstante, han ocurrido bastantes cosas en ese tiempo. ¡Dios mío! Cuando me fuí, bien cierto es que no tenía idea de verme casada al regresar, aunque sí creía que sería buena broma el que lo estuviera.

Su padre alzó los ojos, Juana se entristeció, Isabel miró con expresión a Lydia; mas ésta, que nunca veía ni oía lo que no le interesaba, continuó alegremente:

—¡Mamá!, ¿sabe la gente de por aquí que estoy