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mente como Isabel había esperado, y no igual el de Lydia por él. Apenas necesitó Isabel observar a ésta para comprender, por razón de los hechos mismos, que la fuga se había verificado más bien por la fuerza del amor de ella a él que no por el de él a ella; y se habría admirado de que accediera él a fugarse sin violenta atracción hacia la que era su mujer, si no hubiera tenido por cierto que la huída la requería lo desdichado de sus circunstancias; pero siendo ése el caso, no era él joven para resistir a la oportunidad de ganar una compañera.

Lydia lo amaba con exceso: era él su querido Wickham en todos los momentos; nadie podía competir con él. A sus ojos, él obraba lo mejor del mundo, estando segura de que a comienzos de septiembre mataría él más pájaros que todos los otros del país.

Una mañana, poco después de su arribo, mientras estaba sentada con sus dos hermanas mayores dijo a Isabel:

—Me parece, Isabel, que no te he contado todavía mi boda. No te encontrabas aquí cuando hablé a mamá y las otras sobre eso. ¿No tienes curiosidad de saber cómo fué?

—En realidad, no—replicó Isabel—; creo que no debes hablar mucho sobre eso.

—¡Ah! ¡Eres tan rara! Pero yo he de contarte cómo fué. Ya sabes que nos casamos en San Clemente porque el alojamiento de Wickham pertenecía a dicha parroquia. Habíase acordado que todos estuviésemos allí a las once. Mis tíos y yo