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—¡El señor Darcy!—repitió Isabel con el mayor asombro.

—¡Oh, sí!; iba a ir allá con Wickham, ¿sabes? Pero, ¡pobre de mí! ¡Lo había olvidado por completo! No debiera haber dicho ni una palabra de eso. ¡Se lo prometí a ambos tan confiadamente! ¿Qué dirá Wickham? ¡Debía estar eso tan secreto!

—Si tenía que quedar secreto—dijo Juana—no digas más sobre el asunto. Cuenta con que no trataré de saber más.

—¡Oh!, cierto—dijo Isabel, aunque ardiendo en curiosidad—; no te haremos preguntas.

—¡Gracias!—dijo Lydia—; porque si las hiciereis es seguro que os contaría todo, y entonces Wickham se enfadaría.

Con semejante incentivo para preguntar, Isabel se vió obligada a prescindir de hacerlo y a marcharse.

Mas vivir en la ignorancia de semejante cosa era imposible, o por lo menos lo era no tratar de informarse. Darcy había estado en la boda de su hermana. Precisamente era ésa una escena ejecutada por unas personas cerca de todo lo cual parecía que él tenía bien poco que hacer y a todo lo cual también debía experimentar bien poca tentación de asistir. Por su cerebro cruzaron, rápidas y confusas, conjeturas sobre la significación de ese hecho; mas no quedó satisfecha con ninguna. Las que más le complacían, porque elevaban la figura de aquél, semejaban ser improbables. No podía soportar tamaña incertidumbre, y así, cogiendo pre-

Orgullo y prejuicio.—T. II.
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