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dre tiene buena intención; mas no sabe, ni nadie puede saber, cuánto sufro con lo que dice. Seré feliz cuando haya terminado él su estancia en Netherfield.

—Querría poder decirte algo para consolarte —contestó Isabel—. Debes comprenderlo; y la satisfacción que todos suelen tener en predicar paciencia a quien sufre me está negada a mí por la mucha paciencia que siempre tienes.

Bingley llegó. La señora de Bennet trató de obtener, con ayuda de las criadas, las primeras noticias, sin duda para que el período de ansiedad y de irritación por su parte fuese lo más largo posible. Contaba los días que debían transcurrir para enviarle su invitación, ya que no abrigaba esperanzas de verle antes. Pero a la tercera mañana de su llegada al condado vió ella desde la ventana de su tocador que Bingley entraba por la verja y se dirigía a caballo hacia la casa.

Llamó al punto a sus hijas para que compartieran su gozo. Juana, con resolución, ocupó su sitio junto a la mesa; mas Isabel, para satisfacer a su madre, se llegó a la ventana, miró y vió con él a Darcy, tras lo cual volvió a sentarse al lado de su hermana.

—Mamá, viene otro caballero con él—dijo Catalina—; ¿quién podrá ser?

—Supongo que algún conocido suyo, querida; estoy segura de no conocerlo.

—¡Oh!—replicó Catalina—. Parece exactamente aquel señor que antes solía estar con él: el se-