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dado, pasándose a los regulares. Gracias a Dios, tiene todavía algunos amigos, aunque quizá no tantos como merece.

Isabel, conocedora de que eso iba dirigido a Darcy, cayó en tal extremo de confusión que apenas podía sostenerse en la silla. Con todo, hizo un esfuerzo para hablar como no lo hiciera todavía, y preguntó a Bingley si pensaba permanecer ahora largo tiempo en el campo. El respondió que unas semanas.

—Cuando haya usted matado todos sus pájaros, señor Bingley—dijo la madre—, suplico a usted que venga y mate cuantos guste en la propiedad de Bennet. Segura estoy de que se tendrá por muy dichoso en complacer a usted y dejará para usted lo mejor de sus nidadas.

La angustia de Isabel creció con tan innecesaria y oficiosa atención. Estaba convencida de que, aun brotando ahora de nuevo la bella perspectiva que les lisonjeara hacía un año, todo habría de terminar con el mismo desdichado final. En aquel instante pensó que años enteros de felicidad no podrían compensar a Juana y a ella por estos ratos de tan triste confusión.

«El primer deseo de mi corazón—se dijo a sí misma—es no estar en compañía de ninguno de los dos. Su compañía no puede proporcionar placer que compense por desdichas como ésta. ¡Que no vea yo más ni al uno ni al otro!»

Pero esa desdicha por la cual años enteros de felicidad no podían brindar compensación suavizó-