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encontramos como conocidos ordinarios e indiferentes.

—Sí, muy indiferentes de veras—contestó Isabel riéndose—. ¡Ah Juana, ten cuidado!

—Querida Isabel, no me puedes creer tan débil que me juzgues en peligro.

—Creo que estás en uno muy grande: de que te ame como siempre.

No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y la señora de Bennet, mientras tanto, fué abriendo paso a todos los venturosos planes que el buen humor y la constante amabilidad de ese caballero habían hecho revivir en media hora de visita.

El martes congregóse en Longbourn una numerosa reunión, y los dos que con más ansia eran esperados vinieron a su tiempo, con puntualidad de deportistas. Cuando entraron en el comedor observó Isabel con atención para ver si Bingley ocupaba el sitio que en todas las anteriores reuniones le había correspondido al lado de su hermana; pero su prudente madre, ocupada por idénticos pensamientos, abstúvose de invitarle a sentarse a su lado. El pareció dudar; pero Juana acertó a mirar sonriente a su alrededor, y la cosa quedó decidida: se sentó al lado de Juana.

Isabel, con triunfante satisfacción, miró a su amigo. Este sostuvo la mirada con indiferencia, y habría ella imaginado que Bingley recibiera ya el permiso de aquél para ser feliz si no hubiera visto sus ojos vueltos igualmente hacia Darcy con expresión risueña y semialarmada.