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La conducta de Bingley con su hermana durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, admiración que, aunque más circunspecta que antes, convenció a Isabel de que, a depender sólo de él, la felicidad de Juana y la de él mismo pronto quedarían aseguradas. Aun no atreviéndose a confiar en el resultado, quedó Isabel satisfechísima al observar ese proceder. Eso le prestó cuanta animación podía ahora mostrar su espíritu, ya que no estaba de buen humor. Darcy se hallaba tan lejos de ella como permitía la mesa; situábase al lado de su madre, e Isabel conoció cuán poco agradaba semejante colocación a ninguno de los dos que la tenían y cómo no resultaba ventajosa para nadie. No estaba lo suficientemente cerca para oír lo que decían; mas pudo notar lo poco que se hablaban y cuán ceremoniosos y fríos eran sus modales cuando lo hacían. Ese desagrado de su madre por Darcy hizo más penoso para Isabel el recuerdo de lo que todos le debían, y en ocasiones habría dado algo por obtener el privilegio de decir que la amabilidad de él no era ni desconocida, ni inapreciada por toda la familia.

Esperaba ella que la velada le proporcionaría alguna oportunidad de juntarse; que no transcurriría toda la visita sin poder entrar en conversación algo más del mero saludo al ingreso. Ansiosa y desasosegada, el período que pasó en el salón antes de llegar los caballeros fué penoso para ella en grado tal que casi la tornó descortés. Consideraba la entrada de Darcy como el hecho