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de que dependía toda esperanza de placer para la velada.

«Si entonces no viene hacia mí—decía—, prescindiré de él para siempre.»

Los caballeros llegaron y ella creyó que él parecía responder a sus esperanzas; mas, ¡ay!, las señoras habíanse agrupado alrededor de la mesa donde la señora de Bennet tomaba el te e Isabel servía el café, y estaban todas tan apretadas que no quedaba ni un lugar que pudiera admitir una silla; y al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó más a ella, diciéndole al oído:

—Los hombres no han de venir a separarnos; lo tengo arreglado; no necesitamos de ninguno: ¿no es así?

Darcy entonces se volvió a otro punto de la estancia. Isabel le seguía con la vista, envidiando a todas aquellas con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a enfadarse consigo misma por estar tan necia.

«¡Un hombre que ha sido rechazado! ¿Cómo puedo ser lo bastante loca para esperar que renazca su amor? ¿Hay uno solo de su sexo que no protestara contra debilidad tal cual una segunda proposición a la misma mujer? No hay bajeza tan grande en el sentir de los hombres.»

Mas revivió algo al devolverle él su taza de te, y aprovechó la oportunidad para preguntarle:

—¿Está su hermana de usted en Pemberley?

—Sí, permanecerá allí hasta Navidad.