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—Si.

No tenía ninguna invitación para el día siguiente y ésa quedó aceptada al punto.

Llegó tan temprano, que ninguna de las señoras estaba vestida. La señora de Bennet corrió al cuarto de sus hijas en bata y a medio peinar, exclamando:

—¡Querida Juana, date prisa y vé abajo! Ha venido el señor Bingley, ha venido; es él, sin duda; date prisa, date prisa. ¡Aquí, Sarah!; vé en seguida a la señorita Juana y ayúdale a vestirse. No olvides el peinado de la señorita Isabel.

—Bajaremos en cuanto podamos—dijo Juana—; pero estoy segura de que Catalina estará más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.

—¡Diantre con Catalina! ¿Qué tiene que hacer ahí? Ven tú, ven pronto. ¿Dónde está tu cinturón, querida?

Mas cuando su madre salió, Juana no se decidió a bajar sin alguna de sus hermanas.

Idéntica ansiedad por retenerlo consigo volvió a manifestar la madre durante la velada. Después del te el señor Bennet se retiró a su biblioteca, como de costumbre, y María subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido así dos obstáculos de los cinco, la señora de Bennet se puso a mirar y hacer señas a Isabel y Catalina durante bastante tiempo sin que lo notaran. Isabel no lo advirtió, y cuando al cabo Catalina lo hizo, exclamó con la mayor inocencia:

Orgullo y prejuicio.—T. II.
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