—¿Qué hay, mamá? ¿Qué quieres indicarme con esas señas? ¿Qué he de hacer?
—Nada, niña, nada. No te hacía señas.
Siguió, pues, sentada durante cinco minutos más; pero, incapaz de desperdiciar ocasión tan preciosa, levantóse de pronto, y diciendo a Catalina: «Ven, querida, tengo que hablarte», se la llevó a su habitación. Juana miró al instante a Isabel, revelando su pesar por semejante marcha premeditada y suplicándole que no hiciera lo propio.
Al cabo de otros pocos minutos la señora de Bennet había ya abierto la puerta, diciendo a Isabel: «Ven, querida, tengo que hablarte.»
Isabel se vió obligada a salir.
—Dejémoslos solos, ¿entiendes?—díjole su madre en cuanto estuvieron en el vestíbulo—. Catalina y yo vamos arriba a mi tocador.
Isabel no osó discutir con su madre; pero siguió quieta en el vestíbulo hasta que ella y Catalina se perdieron de vista, y entonces volvió al salón.
Los planes de la señora de Bennet quedaron sin efecto por este día: Bingley era cuanto podría pedirse de gentileza; todo menos el novio declarado de su hija. Su soltura y alegría contribuyeron mucho al agrado de la reunión de la noche; sufrió todas las indebidas oficiosidades de la madre y oyó todas sus necias advertencias con una paciencia y dominio de sí gratas en especial a la hija.
Apenas necesitó que se le invitase para quedarse a comer; y antes de marcharse hízole la señora de Bennet una nueva invitación, esta vez para que