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viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.

Pasado este día, Juana ya no habló de que Bingley le fuera indiferente. Ni una palabra se cambió entre las hermanas relativa a él; pero Isabel acostóse en la dichosa creencia de que todo se arreglaría pronto, a no ser que Darcy volviese antes del tiempo anunciado. Con todo, inclinábase en serio a que todo había de efectuarse con anuencia de dicho caballero.

Bingley fué puntual a su cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido, y el último estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. Nada había en Bingley de presunción o locura que pudiera provocar a risa al otro o disgustarle a la callada; y por eso estuvo el señor Bennet más comunicativo y menos excéntrico que cualquiera otro le viera antes. Bingley, por de contado, regresó con él a comer; y por la tarde la señora de Bennet trabajó de nuevo para apartar a todos de él y de su hija. Isabel, que tenía que escribir una carta, fué con ese propósito al cuarto de almorzar poco después del te; porque habiéndose sentado los demás para jugar, no era precisa para frustrar los planes de su madre.

Pero al entrar en el salón una vez concluída la carta vió, con infinita sorpresa, que había razón para temer que su madre hubiese sido sobrado ingeniosa. Al abrir la puerta, en efecto, percibió juntos a su hermana y a Bingley, apoyados en la chimenea, cual si estuviesen ocupados en la más inte-