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apenas nada de la última página, o de las dos últimas, retiróla con prontitud, protestando que no la miraría, que no la quería volver a ver más.

En semejante estado de perturbación mental, con pensamientos que no podían detenerse un momento, siguió paseando; al cabo de medio minuto sacó de nuevo la carta y, sobreponiéndose como le fué dado, comenzó otra vez la mortificante lectura de lo relativo a Wickham, imponiéndose a sí misma hasta examinar el sentido de cada frase. Lo referente a su relación con la familia de Pemberley era exactamente lo mismo que aquél había dicho, y lo de la bondad del último señor Darcy, aunque antes no sabía Isabel a qué se había extendido, convenía también con sus propias palabras. Cuanto Wickham había expuesto sobre su beneficio estaba fresco en su memoria, y al recordar las mismas palabras que pronunciara fuéle imposible no comprender que había doblez de una parte o de otra, lisonjeándose por breves instantes de que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó con la máxima atención las particularidades que siguieron a continuación de haber rehusado Wickham sus pretensiones al beneficio, el hecho de recibir a cambio del mismo suma tan considerable como tres mil libras, vióse de nuevo obligada a dudar. Retiró la carta, pesó todas las circunstancias con lo que le parecía imparcialidad y meditó sobre las probabilidades de sinceridad de cada relato, mas con escaso éxito; por ambos lados no había sino afirmaciones. De nuevo siguió leyendo; mas cada línea