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probaba con mayor claridad que el asunto de que ella juzgara que de ninguna traza podía exponerse que hiciera menos infame la conducta de Darcy en el mismo era susceptible de ser explicado de modo que dejara a éste por completo exento de censura en su totalidad.

Lo del desorden y la perversidad general que Darcy no vacilaba en poner como cargo a Wickham enfadóle en grande, tanto más cuanto que el primero no podía aportar prueba de su injusticia. Jamás había oído hablar de él antes de su ingreso en la milicia del condado, en la cual había entrado a persuasión de un joven que al encontrarse con él por casualidad en la capital había renovado con el mismo un superficial conocimiento. De su antiguo modo de vivir nada se sabía en el condado de Hertford sino lo que él mismo había contado. En cuanto a su verdadero carácter, aunque en manos de ella había estado informarse, nunca había sentido deseos de descubrirlo: su aspecto, acento y modales habíanle colocado de una vez en posesión de todas las virtudes. Trató de recordar alguna prueba de bondad, algún rasgo especial de integridad o benevolencia capaz de librarle de los ataques de Darcy, o por lo menos que, en gracia de la virtud que revelara, le compensase de aquellos errores circunstanciales entre los cuales pretendía colocar lo descrito por Darcy como pereza y como vicios arraigados de antiguo. Pero no surgió semejante recuerdo. Podíaselo representar al instante con todo el encanto de su aire y de su atavío; mas no recor-