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—¡Sobrepasar sus ingresos!, mi querido Bennet —exclamó su mujer—. ¿Qué estás diciendo? El posee cuatro o cinco mil libras anuales, y acaso más.

Después, dirigiéndose a su hija, añadió:

—¡Oh mi querida, mi querida Juana, soy tan dichosa que estoy segura de no poder dormir en toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final habría de ser así. Estaba convencida de que no podías ser tan guapa en balde. Recuerdo que tan pronto como lo vi al venir por primera vez al condado el último año pensé en lo probable que era que vivieseis juntos. ¡Oh! ¡Es el hombre más guapo que he visto jamás!

Wickham, Lydia, todas quedaron olvidadas: Juana era al presente su hija favorita, sin comparación; en aquel momento no se cuidaba de ninguna otra. Sus hermanas menores pronto comenzaron a pedir a Juana cosas que harían su felicidad y ella podría darles en lo futuro.

María pidióle poder usar su biblioteca de Netherfield, y Catalina le suplicó con insistencia unos cuantos bailes allí durante el invierno.

Bingley quedó desde entonces, como era natural, cotidiano visitante de Longbourn, viniendo con frecuencia antes de almorzar y permaneciendo siempre hasta después de la cena, menos cuando algún desalmado vecino, a quien por eso no podía detestar lo bastante, le invitaba a comer, y eso en caso de considerarse él obligado a aceptar.

Isabel disponía ahora de escaso tiempo para con-