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versar con su hermana, porque mientras él se hallaba presente, Juana no podía prestar atención a nadie más; pero se consideraba muy útil a entrambos en las horas de separación que a veces tenían que darse. En ausencia de Juana, él siempre se acercaba a Isabel por el gusto de hablar con ella; y cuando Bingley se iba, Juana buscaba constantemente el mismo medio de alivio.

—¡Me ha hecho tan feliz—díjole una noche—al participarme que ignoraba por completo que hubiese estado yo en la capital la primavera pasada! ¡No lo había creído posible!

—Lo sospechaba—replicó Isabel—. Pero ¿cómo lo ha contado?

—Debe de haber sido cosa de sus hermanas. La verdad es que no querían relación conmigo; de lo cual no puedo maravillarme, pues podían elegir más ventajosamente desde muchos puntos de vista. Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz conmigo se quedarán contentas y volveremos a estar en buenos términos; aunque nunca seremos entre nosotras lo que hemos sido.

—Esa es la frase más imperdonable que te he oído jamás—dijo Isabel—. ¡Pobrecilla! ¡Me irrita de veras viéndote creer de nuevo en la pretendida amistad de la señorita de Bingley!

—¿Creerás, Isabel, que al irse a la capital el pasado noviembre me amaba de veras, y que sólo la persuasión de que me era indiferente le pudo impedir que tornase de nuevo?