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—¿Puedo tomarme la libertad de preguntar a Vuestra Señoría si ha dejado bien a los señores de Collins?

—Sí, muy bien; los vi la noche penúltima.

Isabel esperaba ahora que le daría alguna carta de Carlota, ya que ése parecía el único motivo probable de su visita; mas no sacó carta ninguna; y así, siguió aquélla en absoluto confusa.

La señora de Bennet suplicó finísimamente a Su Señoría que tomase algo; pero lady Catalina rehusó el agasajo con mucha resolución y no excesiva cortesía; y luego, levantándose, dijo a Isabel:

—Señorita de Bennet, paréceme que allí, a un lado de la pradera, hay un precioso sitio retirado. Me gustaría dar una vuelta por él si me quisiera usted favorecer con su compañía.

—Vé, querida —exclamó su madre—, y enseña a Su Señoría los diversos paseos. Paréceme que la ermita le gustará.

Isabel obedeció, y corriendo a su cuarto en busca de su sombrilla, esperó abajo a su noble huéspeda. Al pasar por el vestíbulo, lady Catalina abrió las puertas del comedor y del salón, y habiéndolos declarado, después de corta inspección, piezas decentes, continuó andando.

Su carruaje seguía a la puerta, e Isabel vió que la camarera de Su Señoría estaba en él. Siguieron en silencio por el camino enarenado que conducía al breñal. Isabel se hallaba decidida a no esforzarse en conversar con una mujer que ahora estaba más aún que de ordinario insolente y desagradable.