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debes perdonarlos, como cristiano; pero no admitirlos nunca ante tu presencia ni permitir que se pronuncien sus nombres ante ti.»

—¡Tal es su concepto del perdón cristiano! El resto se refiere sólo al estado de su cara Carlota y a su esperanza de tener un joven retoño. Pero, Isabel, parece que no te ha divertido esto. Supongo que no irás a enfadarte pretendiendo que te ofende una noticia tan necia. ¿Para qué vivimos sino para entretener a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez?

—¡Oh! exclamó Isabel—, me he divertido muchísimo. ¡Pero eso es tan raro!

—Sí, y eso es lo que lo hace regocijador. Si se hubieran fijado en otro hombre no habría nada de particular; ¡mas la completa indiferencia de él y tu profundo desagrado lo hacen deliciosamente absurdo! Por mucho que me moleste escribir, no he de prescindir de la correspondencia con Collins por ninguna consideración. La verdad es que al leer una carta suya no puedo prescindir de dar a Collins la preferencia hasta sobre Wickham, a pesar de lo muy grande que considero la desvergüenza y la hipocresía de mi yerno. Y díme, Isabel, ¿qué dijo lady Catalina de semejante noticia? ¿Vino sólo a negar su consentimiento?

A esa pregunta su hija respondió sólo con una carcajada, y como se le había dirigido sin la menor sospecha no se le molestó con la repetición. Isabel jamás se había visto aún en el caso de aparentar que sus sentimientos eran los que no eran en rea-