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y que de propósito se lo oculté. Eso le enfadó. Pero estoy seguro de que su enfado no duró sino lo que permaneció en duda sobre los sentimientos de su hermana de usted. Ahora me ha perdonado de corazón.

Isabel habría deseado observar que Bingley había resultado muy delicioso amigo por lo fácil de guiar, que su valía era incomparable; pero se contuvo. Recordó que Darcy tenía que aprender a reírse de eso y que todavía era demasiado pronto para empezar. Hablando, pues, de la felicidad de Bingley, que, naturalmente, tenía que ser inferior sólo a la suya propia, continuó él su plática hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se separaron.

CAPITULO LIX

«Querida Isabel, ¿por dónde has estado paseando?», tal fué la pregunta que Isabel oyó a Juana en cuanto se vieron en el cuarto, y a todos los demás al sentarse a la mesa. Como respuesta, sólo pudo decir que habían andado errantes hasta donde acababa el terreno por ella conocido. Al decirlo se sonrojó; mas ni aquello ni nada despertó sospecha.

La velada pasó con tranquilidad, sin nada extraordinario. Los amantes reconocidos charlaron y rieron; los desconocidos permanecieron callados. Darcy no era propenso a mostrar la dicha con la alegría, e Isabel, agitada y confusa, más bien sa-