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habré de creerlo—exclamó Juana—. ¡Mi querida, mi querida Isabel, te felicitaría; te felicito ya!; pero ¡estás segura—perdona la pregunta—, estás por completo segura de que serás dichosa con él?

—No hay que dudarlo. Ya hemos convenido en que seremos la pareja más dichosa del mundo. Pero ¿estás contenta, Juana? ¿Te gustará tener ese hermano?

—Mucho, muchísimo; nada puede proporcionar mayor placer ni a Bingley ni a mí. Mas nosotros hablábamos de eso considerándolo un imposible. Y tú ¿le amas de veras lo suficiente? ¡Oh Isabel, haz cualquier cosa antes que casarte sin amor! ¿Estás en absoluto persuadida de que sientes lo que se debe sentir?

—¡Oh, sí! Has de creer que siento más de lo que debo cuando te lo digo todo.

—¿Qué quieres decir?

—Que he de confesarte que le amo más que a Bingley, aunque temo que esto te incomode.

—Hermana querida, sé ahora seria; necesito hablar con mucha seriedad. Hazme sabedora sin dilación de cuanto haya de saber. Díme, ¿desde cuándo le amas?

—Eso ha ido viniendo tan gradualmente que con dificultad sabría yo misma cuándo empezó; pero creo que habría que ponerle como fecha la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.

Mas otro ruego de que fuese formal produjo el ansiado efecto, y pronto satisfizo a Juana con sus solemnes afirmaciones de afecto. Una vez con-