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hombre tan encantador, tan guapo, tan buen mozo! ¡Oh mi querida Isabel, dispénsame porque me haya disgustado tanto antes!; supongo que él me dispensará. ¡Querida, querida Isabel! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras anuales! ¡Oh Dios mío!, ¿qué va a ser de mí? Voy a enloquecer.

Eso era suficiente para demostrar que su aprobación no había de ponerse en duda; e Isabel, satisfecha de que tales efusiones no hubieran sido oídas sino por ella, marchóse pronto. Mas antes de que llevase tres minutos en su cuarto entró su madre.

—¡Queridísima hija—exclamó—, no puedo pensar en otra cosa! Diez mil libras anuales, y acaso más! ¡Eso es tan bueno como un lord! ¡Y especial licencia!: ¡habrás de casarte con licencia especial! Pero, queridísimo amor mío, ¿a qué plato que yo pueda tener mañana es especialmente aficionado el señor Darcy?

Mal presagio era esto de lo que prometía ser la conducta de su madre para con ese caballero, e Isabel conoció que, aun viéndose en posesión de su más caluroso afecto y segura del consentimiento de su propia familia, todavía tenía algo que desear. Pero la mañana transcurrió mejor que se esperaba, porque, felizmente, infundíale a la señora de Bennet tal temor su futuro yerno que no osaba hablarle sino cuando podía dedicarle alguna atención o hacer notar que asentía a sus opiniones.

Isabel tuvo la satisfacción de ver que su padre