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dado de Hertford, y al llegar cerca de la posada donde había de encontrarse el coche del señor Bennet percibieron al punto, cual prueba de la puntualidad del cochero, que Catalina y Lydia estaban en acecho en un comedor del piso superior. Las dos llevaban cerca de una hora en ese punto, felizmente ocupadas en visitar a una modista de enfrente, en vigilar al centinela de guardia y en aderezar una ensalada de pepino.

Después de dar la bienvenida a sus hermanas mostráronles triunfalmente una mesa dispuesta con cuanta carne fría puede proporcionar por lo común la despensa de una posada, exclamando:

—¿No es eso precioso? ¿No es una sorpresa agradable?

—Suponemos que os regalaréis todas—añadió Lydia; pero habréis de darnos el dinero, porque hemos gastado el nuestro en las tiendas de por aquí.

Y enseñando entonces sus compras añadió:

—Mirad, yo he comprado este sombrero. No creo que sea muy bonito; pero pensé que lo mismo podía comprarlo que no comprarlo; lo desharé en cuanto lleguemos a casa y veré si puedo convertirlo en algo mejor.

Y al tildarlo sus hermanas de feo, añadió aún, con indiferencia completa:

—¡Oh!, pues había en la tienda dos o tres mucho más feos, y si hubiera comprado algún satén de bonito color para adornarlo de nuevo creo que habría resultado regular. Por otra parte, no importa