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firmeza que los primeros amores suelen mostrar; y así, apreciaba tanto el recuerdo de Bingley y le prefería tanto a cualquier otro hombre, que se requerían todo su buen sentido y toda su atención a los sentimientos de los suyos para moderar aquellos recuerdos, que habrían de ser perjudiciales a su propia salud y a la tranquilidad de los otros.

—Bien, Isabel—dijo un día la señora de Bennet—, ¿cuál es ahora tu opinión sobre el triste asunto de Juana? Por mi parte, estoy resuelta a no volver a hablar del mismo a nadie. Así se lo dije el otro día a mi hermano Philips. Mas no puedo creer que Juana no le viese en Londres. Sí, sí; es un muchacho bien indigno, y no me figuro que haya al presente la menor probabilidad de que ella lo consiga. No se habla de que vuelva a Netherfield este verano, y eso que he preguntado a cuantos pueden estar enterados.

—No espero que viva más en Netherfield.

—¡Ah, bien!; eso es justamente lo que le cumple hacer. Nadie necesita que venga. Aunque yo siempre diré que se ha portado en extremo mal con mi hija; y si yo estuviera en el lugar de ésta no se lo habría aguantado. Bien; mi consuelo estriba en la seguridad de que Juana morirá del corazón, y entonces él se apenará por lo que ha hecho.

Mas como Isabel no podía recibir consuelo con esperanzas por el estilo, no contestó.

—Bien, Isabel—continuó su madre—; y los Collins ¿viven muy confortablemente, no es así? Bien, bien; espero que eso siga. Y ¿qué tal mesa