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CAPITULO XLII

Si las opiniones de Isabel se hubieran formado sólo con lo que veía en su propia familia no habría podido albergar muy grata idea de la felicidad conyugal o de la comodidad domésticas. Su padre, cautivado por la juventud y la hermosura y por la apariencia de buen humor que por lo común revisten ambas cosas, habíase casado con una mujer cuyo flaco entendimiento y mezquino ánimo habían puesto fin, ya en los comienzos del matrimonio, a todo afecto real hacia ella. El respeto, la estimación y la confianza habíanse desvanecido para siempre, y todas las perspectivas de felicidad doméstica de aquél se habían disipado. Mas no estaba en el carácter del señor Bennet buscar consuelo para el disgusto que su propia imprudencia le acarreara en ninguno de esos placeres que consuelan a menudo con locuras o vicios a los infortunados. Amaba el campo y los libros, y de semejantes aficiones habían brotado sus principales goces. Poco debía a su mujer, a no ser lo que la ignorancia y locura de la misma habían contribuído a su propio entretenimiento. No es ésa la clase de dicha que un hombre desea por lo común deber a una mujer; pero donde faltan otros medios de diversión, el verdadero filósofo sabe sacar partido de los que están a su alcance.

Isabel, no obstante, jamás había dejado de conocer lo inconveniente de la conducta de su padre