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les hirió la vista al punto la casa de Pemberley, situada al lado opuesto del valle por el cual se deslizaba el algo abrupto camino. Era una construcción en piedra, amplia y hermosa, bien emplazada en elevado terreno, que se destacaba sobre una cadena de altas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un considerable arroyo que iba en aumento, mas sin aspecto ninguno de artificio: sus orillas carecían de forma regular y de todo linaje de adorno sobrepuesto. Isabel quedó complacidísima. Jamás había visto un sitio por el cual hubiera hecho más la naturaleza o donde la belleza natural fuera menos contrariada por el mal gusto. Todos estaban henchidos de admiración, ¡y en aquel instante conoció ella que ser señora de Pemberley valía algo!

Bajaron de la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta, y mientras examinaban el aspecto de la casa desde cerca se renovó en Isabel el temor de encontrarse con su poseedor. Temía que la criada se hubiera equivocado. Al pedir visitar la casa fueron introducidos en el vestíbulo; e Isabel, mientras esperaban al ama de llaves, tuvo vagar para asombrarse de hallarse donde se hallaba.

El ama de llaves llegó; era una mujer anciana y respetable, mucho menos fina y más cortés que aquélla suponía encontrarla. Siguiéronla al comedor. Era éste una pieza de buenas proporciones y hermosamente amueblada. Isabel, tras de mirarla por encima, fuése a una ventana para gozar

Orgullo y prejuicio.—T. II.
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