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—Creo que su padre era una excelente persona—dijo la señora de Gardiner.

—Sí, señora, éralo en efecto; y su hijo es exactamente como él, tan afecto a los pobres.

Isabel escuchaba, se admiraba, dudaba y estaba impaciente por oír más. La señora Reynolds no le despertaba interés con otra cosa. En vano le explicaba el asunto de los cuadros, las dimensiones de las piezas y el valor del moblaje. El señor Gardiner, a quien entretenía notar el prejuicio de familia a que atribuía los excesivos elogios de ella a su amo, pronto volvió al tema; y ella insistió en los muchos méritos de Darcy mientras juntos subían la gran escalera.

—Es el mejor señor—dijo—y el mejor amo que ha habido jamás; no se parece a los aturdidos jóvenes del día, que no piensan sino en sí mismos. No hay uno de sus arrendatarios y criados que no le elogie. Algunos dicen que es orgulloso; pero estoy bien segura de no haber notado nada de eso. A lo que imagino, aquello es debido a que no es machacón como otros.

«¡En qué aspecto tan amable le coloca eso!», pensó Isabel.

—Tan delicado elogio—cuchicheó su tía a su oído mientras seguían por la casa—no se aviene con su conducta con nuestro pobre amigo.

—Acaso estemos equivocados.

—No es verosímil: nuestra información era demasiado autorizada.

Llegados al amplio corredor de arriba, mostró-