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habitual, y repetía sus preguntas sobre cuándo había dejado Lougbourn y sobre su estancia en el condado de Derby tantas veces y con tal apresuramiento, que a las claras delataba la agitación de su mente.

Al cabo, pareció que le faltaba qué decir; y tras permanecer algunos instantes sin pronunciar una palabra, reportóse de pronto y se despidió.

Los otros dos se juntaron con Isabel, elogiando el aspecto de Darcy; pero ella no oía nada y, por completo embebida en sus pensamientos, los siguió en silencio. Hallábase dominada por la vergüenza y la tristeza. ¡El haber ido ella allí era la cosa más desatinada y peor pensada del mundo! ¡Qué extraño tenía que parecerle! ¡Cómo habría de tomar eso un hombre tan vanidoso! Parecía que de intento se había ella atravesado en su camino. ¡Ah! ¿Por qué había venido?, o ¿por qué había venido él un día antes de lo que se le aguardaba? Si hubieran llegado sólo diez minutos antes se habrían visto fuera de su alcance, pues era patente que acababa de llegar en aquel momento, que en aquel instante bajaba de su caballo o de su coche. Se avergonzó una y otra vez de su desdichado encuentro. Y la conducta de él, tan notablemente cambiada, ¿qué podía significar? ¡Era sorprendente que todavía le hubiera hablado!; ¡mas hablarle con tanta cortesía, preguntarle por su familia! Jamás había notado tal sencillez en sus modales, nunca le había oído hablar con tanta gentileza como en este inesperado encuentro. ¡Qué contraste ofre-