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cía éste con la última vez que se le dirigiera, en el parque de Rosings, para poner en sus manos la carta! No sabía qué pensar ni cómo interpretar todo eso.

Entre tanto habían entrado en un hermoso paseo próximo al arroyo, y a cada paso se ofrecía o un más bello declive del terreno o una más preciosa vista de los bosques a que se aproximaban; pero transcurrió tiempo antes de que Isabel se percatara de algo de todo ello; y aunque respondía maquinalmente a las repetidas preguntas de sus tíos y parecía dirigir la mirada a los objetos a que se referían, no distinguía parte ninguna de la escena. Sus pensamientos estaban todos fijos en aquel sitio de la casa de Pemberley, cualquiera que fuese, donde entonces debía encontrarse Darcy. Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba por su mente, de qué modo pensaba de ella, y si a pesar de todo era aún querida por él. Acaso hubiera sido cortés tan sólo porque se sentía tranquilo; mas algo había en su voz que no delataba tranquilidad. No podía adivinar si él había sentido placer o pesar al verla; pero era bien cierto que la había visto con tranquilidad.

Mas al cabo las observaciones de sus acompañantes sobre su carencia de atención la sonrojaron y conoció la necesidad de parecer más en sí.

Penetraron en el bosque y, despidiéndose del arroyo por un rato, subieron a uno de los puntos más elevados, desde el cual, en los sitios donde lo separado de los árboles permitía extender la