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de Bingley recibieron sólo una cortesía, y al sentarse, un silencio terrible, como tienen que ser todos ellos, siguió por unos momentos. Fué interrumpido primeramente por la señora Annesley, gentil y agradable señora, cuya tentativa para introducir cierta especie de conversación mostróla como más de veras bien educada que ninguna de las otras, y entre ella y la señora de Gardiner, con la ayuda en ocasiones de Isabel, fué continuando la charla. La señorita de Darcy parecía desear poseer ánimo suficiente para tomar parte en ella, y de vez en cuando se aventuraba a alguna corta frase cuando menos peligro había de ser oída.

Isabel conoció pronto que estaba vigilada con rigor por la señorita de Bingley y que no le era dado hablar una palabra, y en especial con la señorita de Darcy, sin llamar su atención. Semejante observación no le habría no obstante impedido hablar con la última si no hubieran estado situadas ambas a inconveniente distancia; mas no le entristeció el verse libre de hablar mucho; sus pensamientos los empleaba en sí misma. Deseaba y temía a la vez que el dueño de la casa se viese entre ellas, y apenas podía determinar si era más lo que lo deseaba que lo que lo temía. Tras de permanecer de ese modo un cuarto de hora, sin oír la voz de la señorita de Bingley, Isabel se sonrojó al recibir de la misma una fría pregunta sobre la salud de su familia. Contestó con igual indiferencia y con brevedad, y la otra no prosiguió.

La primera variedad que ofreció la visita fué