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cuando en alabanza de su humilde abadía y de las mejoras que ésta iba recibiendo, se ocupó gratamente hasta que los otros caballeros se le unieron, habiendo hallado en la señora Philips una oyente muy atenta, en quien cuanto escuchaba elevaba la opinión que formara de aquél, y que estaba resuelta a repetirlo todo ante sus vecinas tan pronto como le fuera posible. A las muchachas, que no podían escuchar a su primo y no tenían otra cosa que hacer sino ansiar tener a mano un instrumento de música y examinar las insignificantes imitaciones de china de la repisa de la chimenea, el intervalo de espera pareció muy largo. Pero por fin pasó. Los caballeros se aproximaron, y al entrar Wickham en la estancia notó Isabel que ni antes le había visto ni después pensado en él con excesiva admiración. Los oficiales de la milicia del condado gozaban en general mucho crédito, tenían caballerosa apostura, y lo mejor de todos ellos se encontraba en aquella reunión; pero Wickham se alzaba tanto sobre todos los otros en cuanto a su persona, aspecto, aire y modo de andar, como ellos eran superiores al grueso tío Philips, que olía a vino de Oporto y que los había seguido al salón.

Wickham era el hombre dichoso a quien todos los ojos femeniles se volvían, e Isabel fué la feliz mujer junto a la cual él acabó por sentarse; y el grato modo como al punto entró él en conversación, aunque fuera sólo para hablar de que la noche era húmeda y de las probabilidades de una temporada lluviosa, hizo conocer a ella que los tópicos más