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ramento ardiente, soy indiscreto, y acaso haya expuesto algunas veces mi opinión sobre él, y aun a él mismo, con excesiva libertad. No puedo recordar nada peor. Pero el hecho es que somos hombres muy diferentes y que él me odia.

—Eso es verdaderamente espantoso. Merece él quedar desacreditado en público.

—Una vez u otra quedará; pero no por mí. Mientras no pueda olvidar a su padre no puedo provocarle ni comprometerle.

Isabel elogió esos sentimientos y tuvo a su interlocutor por más guapo que nunca cuando los expresaba.

—Pero —continuó ella tras un silencio— ¿qué puede haber dado motivo para eso? ¿Qué puede haberle inducido a conducirse con esa crueldad?

—Un absoluto y firme desagrado hacia mí, que no me es dable atribuir sino hasta cierto punto a los celos. Si el último señor Darcy me hubiera amado menos, su hijo me habría tolerado mejor; pero el extraordinario afecto de su padre hacia mí le molestó, según creo, desde temprana edad. No tenía carácter para sufrir la especie de competencia en que nos hallábamos, la preferencia que aquél me daba a menudo.

—No habría supuesto al señor Darcy tan malo como todo eso; pues aunque nunca me ha gustado, jamás he pensado de él tan mal. Había juzgado que despreciaba a las gentes en general; pero no sospeché que llegara a tan maligna venganza, a tal injusticia, a semejante inhumanidad.