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jos de temer reproches ni del arzobispo ni de lady Catalina de Bourgh por aventurarse a bailar.

—Te aseguro —díjole— que de ninguna manera creo que los bailes de ese género, ofrecidos por un joven de respetabilidad a gentes igualmente respetables, puedan ocultar malas tendencias, y tan lejos estoy de censurarme porque yo mismo baile, que proyecto verme honrado con las manos de todas mis bellas primas durante la velada; y así, aprovecho esta oportunidad para solicitar la de Isabel para los dos primeros números en especial, preferencia que confío que será atribuída por mi prima Juana a su debida razón y no a falta de consideración para con ella.

Isabel se vió por completo cogida. Habíase propuesto quedar comprometida por Wickham para esos mismos bailes, y ¡tener en su lugar a Collins!; su pregunta no había podido salirle peor. La felicidad de Wickham y la suya propia quedaban por fuerza más alejadas, y aceptó la proposición de Collins de tan buen talante como le fué posible. No quedó menos molestada por esa galantería por creer que pudiera provenir de algo más. Entonces, por primera vez se le ocurrió que fuera ella la elegida entre las hermanas para ser señora de la abadía de Hunsford y para ayudar a completar la mesa de cuatrillo de Rosings en ausencia de más escogidos visitantes. La idea llegó pronto a convicción en cuanto observó la creciente finura de Collins hacia ella, y escuchó las frecuentes tentativas de elogio por su ingenio y vivacidad; y aunque más asombra-