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aventurarse a ir a su lado, por miedo de escuchar demasiadas cosas. Por eso, cuando se sentaron a cenar reputó por la mayor de las desgracias el que las colocaran juntas, y la disgustó de modo profundo ver que su madre hablaba a determinada persona -a lady Lucas- libre y abiertamente sólo de su esperanza de que Juana se casara pronto con Bingley. Era tema encantador, y la señora de Bennet parecía incapaz de cansarse de enumerar las ventajas de esa alianza. El ser él joven tan atrayente y tan rico y el vivir sólo a tres millas de ellas eran ya los primeros motivos de agrado, siendo además muy grato considerar cuán afecta era Juana a las dos hermanas, quienes, a no dudar, habrían de ansiar la unión tanto como ella misma. Por otra parte, ese casamiento significaba una risueña expectativa para las hermanas menores de Juana, pues podría conducirlas a encontrar otros hombres ricos; y por fin, era tanto más grato a su edad, en que podía confiar el cuidado de sus hijas solteras a la hermana mayor, cuanto que así no se vería obligada a buscar más compañía que la que le gustase. Preciso era considerar esta circunstancia como motivo de alegría, porque es de rigor en casos así; pero lo cierto es que a nadie apetecía menos que a la señora de Bennet el quedarse en casa, por más edad que tuviere. Concluyó deseando que lady Lucas fuese pronto tan afortunada, aunque creyendo seguro, y revelándolo a las claras con aire de triunfo, que no había de ello trazas.

En vano Isabel procuró reprimir el torrente de