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ese intervalo de tranquilidad, pues al acabar la cena se habló de cantar y sufrió la mortificación de ver que María, tras muy escasas súplicas, se disponía a dejarse oír en la reunión. Con muy significativas miradas y callados ruegos trató aquélla de impedir esa muestra de complacencia, pero en balde; María no quiso darse por entendida: una oportunidad así la hechizaba, y comenzó su canción. Los ojos de Isabel se fijaron en ella, revelando las más penosas impresiones, y observó cómo seguía con varias estrofas, con afán que fué muy mal recompensado a la conclusión: pues María, al recibir, con la gratitud de los reunidos, una leve indicación de que los favoreciera otra vez, comenzó de nuevo tras una pausa de medio minuto. Las facultades de María no eran de ningún modo a propósito para esa exhibición: su voz era dulce y sus modales afectados. Isabel se vió en la agonía. Miró a Juana para ver cómo sobrellevaba aquello; pero Juana hablaba con Bingley muy tranquila. Miró a sus otras dos hermanas y las percibió haciéndose guiños entre sí; miró a Darcy y lo encontró imperturbablemente grave. Miró por fin a su padre, impetrando su favor para que María no se pasase cantando toda la noche. El pescó su seña, y cuando María hubo acabado su segunda canción le dijo en alta voz:

―Niña, seguir sería demasiado. Nos has entretenido ya bastante; deja lugar de exhibirse a las otras señoras.

Aun aparentando no oír, María quedó algo des-