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proposiciones de matrimonio, jamás te casarás, y no sé quién te mantendrá cuando muera tu padre. Yo no podré, y, te lo advierto, he terminado contigo desde este instante. Sabes que te he prometido en la biblioteca que nunca te volvería a hablar, y haré buena mi promesa. No gusto de hablar con hijas desobedientes. No es que me guste hablar con nadie. Quienes padecemos de los nervios no sentimos gran inclinación a hablar. Nadie podría explicar lo que sufro. Y siempre lo mismo; los que no padecen, jamás se apiadan.

Sus hijas oyeron en silencio semejantes efusiones, conocedoras de que todo razonamiento o tentativa de aplacarla sólo habría de aumentar esa irritación. Por eso prosiguió hablando así, sin interrupción de ninguna, hasta que se les unió Collins, quien entró con aire más resuelto que de ordinario, y en cuanto lo percibió, dijo ella a sus hijas:

―Ahora os encargo que contengáis vuestras lenguas y nos dejéis a Collins y a mí tener un rato juntos de conversación.

Isabel salió con sosiego del cuarto; Juana y Catalina la siguieron; pero Lydia permaneció quieta, resuelta a escuchar cuanto pudiera, y Carlota, detenida al principio por la locuacidad de Collins, cuyas preguntas sobre ella y su familia se sucedían sin interrupción, y además por algo de curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana, aparentando no escuchar. Con voz dolorosa, la señora de Bennet comenzó así su proyectado coloquio:

―¡Oh Collins!