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al mundo uno o dos años antes de lo que de otro modo habría sido, y los muchachos se vieron libres del temor de que Carlota se quedase soltera. La propia Carlota se encontraba bastante satisfecha. Había ganado su partida, y tenía tiempo para reflexionar. Cierto que Collins no era ni sensible ni grato; su compañía resultaba enfadosa, y su afecto hacia ella tenía que ser imaginario. Mas al fin sería su marido. Aun sin pensar altamente ni de los hombres ni del matrimonio, éste había sido siempre su mira, además de ser la única colocación honrosa de una joven bien educada con escasa fortuna; y aunque no era de asegurar que proporcionase dichas, había de ser el más grato preservativo contra la necesidad. Semejante preservativo era o que ahora había logrado, y a la edad de veintisiete años, y sin haber sido nunca guapa, no era eso poca buena suerte. La circunstancia menos agradable del asunto era la sorpresa que había de proporcionar a Isabel Bennet, cuya amistad tenía en más que la de cualquiera otra persona. Isabel se admiraría, y era probable que la censurara; y aunque su resolución no había de venir a tierra, sus sentimientos habrían de resentirse con semejante desaprobación. Resolvió comunicárselo ella misma, y por eso encargó a Collins, cuando éste regresó a Longbourn a comer, que no soltase prenda ante ninguno de la familia de lo que había ocurrido. Como era natural, obtuvo la promesa del secreto; pero éste no pudo guardarse sin dificultad, porque la curiosidad, excitada por su larga ausencia, esta-